La última vez que escribí fue el 25 de Noviembre. Hoy pasaron 2 meses desde esa última publicación, y antes de retomar la actividad en 2021 de cara a muchas novedades, quiero compartir por estos días cosas que escribí y que estuvieron descansando estos días de verano.
Más allá del tratamiento por cáncer de mama, mis sentimientos por aquellos primeros de días de diciembre, eran de temor, de miedo.
Miedo de viajar a Quilmes,
miedo de ver al padre de mis hijos,
miedo de que surgiera una situación violenta,
miedo de decirle que no pensaba volver,
que no iba a volver a vivir ahí, con él.
5 de diciembre 1: 15 hs.
No puedo conciliar el sueño.
Hoy va a ser un día diferente. En algunas horas, salgo de viaje hacia Buenos Aires.
Tras siete meses lejos de la que fue mi casa durante muchos años, me enfrento al desafío de volver, vuelvo a la que era mi casa para volver a irme, para no volver más.
Vuelvo para ir a buscar a mi hijo mayor; me da mucha alegría volver a verlo luego de siete meses separados.
Pero digo desafío porque volver también implica volver a enfrentarme con la persona que tanto daño me hizo. Mañana voy a estar nuevamente frente al que amenazó mi vida, mi salud física, mi salud mental.
Si bien nunca dejó de comunicarse conmigo, los 700 kilómetros de distancia han dado cierta sensación de seguridad. En estos meses que estuvimos distanciados no vi ningún cambio en su actitud hacia mí. Siempre ha intentado hacer que me sienta incómoda buscando formas de agredirme, sea mediante mensajes o llamados. No le importó si yo no me sentía bien debido al tratamiento que estoy realizando porque tengo cáncer de mama.
12:30 hs. Llegada a Quilmes
En cuanto llegué y vi a mi hijo que hacía meses no veía, toda esa angustia desapareció.
El, tiene 19 años, a los 3 fue diagnosticado con autismo. Hoy a sus 19 está muy bien. Es completamente independiente. Pero hay algunos rasgos que aún conserva de ese primer diagnóstico. (Diagnóstico del que voy a hablar más profundamente en otra publicación). Uno de los rasgos que conserva es la incapacidad que tienen las personas con esta condición de demostrar sus sentimientos y emociones. Nunca, en sus 19 años, había visto a mi hijo llorar de la emoción, es más, lo vi llorar muy pocas veces. La mayoría por frustración o enojo.
No le había avisado que viajabamos ese día. Cuando llegué a la puerta de la que fue mi casa, le dije que salga y al verme me abrazó y comenzó a llorar de la emoción. Me dijo: “¡¿qué hacen acá?! ,‘¡Tanto tiempo sin verlos!’ Lo miró al hermano y le dijo:”¡¡vení vos también que te extrañe!!”. No podíamos dejar de abrazarnos y llorar. Ese abrazo logró que me olvide de los nervios que sentía por el viaje, y por la posibilidad de ver a esa otra persona.
Después de descansar un rato del viaje, me dispuse a buscar las cosas que me quería traer para Bahía Blanca. Pero no encontré casi nada. El padre de mis hijos había tirado todo mi calzado y la ropa de mi hijo más chico. Lo único que pude traer de lo que iba a buscar son mis apuntes del profesorado, los que por suerte no tiró, aunque le mencionó a mi viejo luego que había pensado en quemarlos.
Pero, a pesar del enojo y la impotencia que me dio la situación, luego de pasadas unas horas sentí una extraña tranquilidad. Al ver al papá de mis hijos no sentí nada. Ni odio ni cariño. NADA. Por primera vez en muchos años sentí que por fin se había cerrado una etapa de mucho dolor en mi vida. Ya tenía a mis dos hijos conmigo, y ya no había nada en esa casa que me atara a mi pasado.
Lunes 6 de diciembre, 1: 30 hs
Partimos de regreso hacia la ciudad de Bahía Blanca. A diferencia de otras veces, cuando salimos con el auto sentí una paz y tranquilidad difíciles de comprender. Al fin dejaba todo atrás. Dejaba la que fue mi casa por muchos años, para intentar rehacer mi vida y ser feliz, junto a mis hijos y la gente que verdaderamente me ama.